miércoles, 6 de noviembre de 2013

Agesandros, Polidoros y Atenodoros: Laocoonte

Copia moderna en porcelana, prueba del interés que despertó esta obra desde su hallazgo y de su popularidad.

Mármol, siglo I a.C. (aunque la datación es objeto de debate). 1,84 x 2,45 metros. Museos Vaticanos (Roma). Posible copia romana en mármol.

Este grupo fue hallado en el subsuelo de Roma en 1506, e influyó poderosamente en la escultura renacentista y barroca. El brazo derecho del protagonista se encontró hace medio siglo, y ha sustituido a las antiguas reconstrucciones. Representa el castigo de la diosa Atenea al sacerdote troyano Laoconte y a sus hijos, por recelar aquel del famoso caballo de madera. Unas serpientes salidas del mar se enroscan en los tres cuerpos, que vislumbramos retorcidos por el dolor y la agonía.

Supone la superación del realismo: ante todo se quiere mostrar un dolor sobrehumano, físico y moral: Laoconte ve morir a sus hijos inocentes. La escena se expresa con una composición frontal, tremendamente agitada. El sacerdote es el eje central, y su figura se equilibra con las de sus hijos, de menor tamaño. El resultado es un triángulo que, sin embargo, no resulta estático. El dinamismo se establece con dos recursos: las diagonales (de la cabeza del hijo mayor al brazo derecho de Laocoonte, y de la pierna izquierda de éste a la cabeza del hijo menor), y el retorcimiento helicoidal de las figuras y las serpientes.

El tratamiento dado a los personajes es diferenciado: los hijos presentan anatomías más clásicas, mientras que el padre nos recuerda la escultura del siglo IV (Lisipo y Scopas) en su convulsión muscular. Especialmente expresiva es la cabeza de Laocoonte: ojos hundidos, boca entreabierta, rostro crispado enmarcado por pelo y barbas ensortijados. Estos últimos han sido trabajados mediante el uso del trépano, técnica que será muy utilizada en la escultura romana.


Virgilio, el gran épico romano del siglo I a. C., quiso dignificar los orígenes míticos de Roma, injertándolos en la guerra de Troya, origen mítico de Grecia. En su poema La Eneida toma al príncipe troyano Eneas (hijo de Afrodita) y le hace establecerse tras numerosas aventuras en Italia. El autor lo convierte así en antepasado de Rómulo y Remo, y por tanto de la familia Julia, a la que pertenece Julio César.

Pues bien, en el libro II de esta obra, Eneas relata a la reina Dido de Cartago el pasaje representado en este grupo escultórico. Tras describir el asombro de los troyanos por la marcha aparente de los griegos, y la admiración ante el colosal caballo de madera que han abandonado en la playa, el único que sospecha y advierte de una posible estratagema de sus enemigos es el sacerdote Laocoonte, que impreca así a sus conciudadanos:

Baja entonces corriendo del encumbrado alcázar, seguido de gran multitud, el fogoso Laocoonte, el cual desde lejos empezó a gritarles: «¡Oh miserables ciudadanos! ¿Qué increíble locura es ésta? ¿Pensáis que se han alejado los enemigos y os parece que puede estar exento de fraude don alguno de los Dánaos? ¿Así conocéis a Ulises? O en esa armazón de madera hay gente aquea oculta, o se ha fabricado en daño de nuestros muros, con objeto de explorar nuestras moradas y dominar desde su altura la ciudad, o algún otro engaño esconde. ¡Troyanos, no creáis en el caballo! ¡Sea lo que fuere, temo a los griegos hasta en sus dones!*» Dicho esto, arrojó con briosa pujanza un gran venablo contra los costados y el combado vientre del caballo, en el cual se hincó retemblando y haciendo resonar con hondo gemido sus sacudidas cavidades; y a no habernos sido adversos los decretos de los dioses, si nosotros mismos no nos hubiéramos conjurado en nuestro daño, aquel ejemplo nos habría impelido a acuchillar a los griegos en sus traidoras guaridas, y aun subsistieras, ¡oh Troya! y aun estarías en pie.

Laocoonte no tiene éxito en sus advertencias, ya que llega en ese momento el griego Sinón, fingiendo haber huido de los suyos y les induce a apoderarse del gran caballo. Pero sigamos escuchando a Eneas (o a Virgilio):

Sobreviene en esto de pronto un nuevo y terrible accidente, que acaba de conturbar los desprevenidos ánimos. Laocoonte, designado por la suerte para sacerdote de Neptuno, estaba inmolando en aquel solemne día un corpulento toro en los altares, cuando he aquí que desde la isla de Ténedos se precipitan en el mar dos serpientes (¡de recordarlo me horrorizo!), y extendiendo por las serenas aguas sus inmensas roscas, se dirigen juntas a la playa; sus erguidos pechos y sangrientas crestas sobresalen por cima de las ondas; el resto de su cuerpo se arrastra por el piélago, encrespando sus inmensos lomos, suena en el espumoso mar un grande estruendo; ya eran llegadas a tierra; inyectados de sangre y fuego los encendidos ojos, esgrimían en las silbadoras fauces las vibrantes lenguas.
 

Consternados con aquel espectáculo, echamos a huir; ellas, sin titubear, se lanzan juntas hacia Laocoonte; primero rodean los cuerpos de sus dos hijos mancebos y atarazan a dentelladas sus miserables miembros; luego arrebatan al padre, que, armado de un dardo, acudía en su auxilio, y le amarran con grandes ligaduras, y aunque ceñidas ya con dos vueltas sus escamosas espaldas a la mitad de su cuerpo, y con otras dos a su cuello, todavía sobresalen por encima sus cabezas y sus erguidas cervices. Él pugna por desatar con ambas manos aquellos nudos, chorreando sangre y negro veneno las vendas de su frente, y eleva a los astros al mismo tiempo horrendos clamores, semejantes al mugido del toro cuando, herido, huye del ara y sacude del cuello la segur asestada con golpe no certero. Luego los dos dragones se escapan, rastreando con dirección al alto templo y alcázar de la cruenta Tritónide, y se esconden bajo los pies y el redondo escudo de la diosa.
 

Nuevas zozobras penetran entonces en nuestros aterrados pechos, y todos se dicen que Laocoonte ha merecido su desastre por haber ultrajado la sacra imagen de madera, lanzando contra ella su impía lanza; todos claman también que es preciso llevar al templo la imagen e implorar el favor de la deidad ofendida. Al punto hacemos una gran brecha en las murallas, abriendo así la ciudad; todos ponen mano a la obra, encajan bajo los pies del caballo ruedas con que se arrastre fácilmente, y le echan al cuello fuertes maromas; así escala nuestros muros la fatal máquina, preñada de guerreros.

* Timeo Danaos et dona ferentes.
Reproducción moderna en el Hermitage de San Petersburgo. El brazo derecho de Laocoonte copia la restauración del siglo XVI.

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